Recycled Craft Projects

This summer has seen the start of a small recycle friendly craft time for some families we know. I was debating whether or not to put my son into an art class but then had the idea to create an art…

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Mientras el alma aguante

Cuento

Publicado originalmente en la revista Los bastardos de la uva

Toda la mañana estuve acostado por culpa de la fiebre, pero al medio día me sentí mejor y decidí ir a ver a mi muchachito. A pesar del tiempo nublado salí de la cama. Lentamente me dirigí a la plaza del pueblo.

Me senté en una banca a esperarlo. Él no sabía de mí, en cambio yo lo conocía bastante. A las dos de la tarde cruzaba la plaza. Cuando hacía mucho calor se compraba una nieve de carrito, la de melón era su favorita; en invierno se tapaba con una bufanda roja que resaltaba sus mejillas chapeadas. Su nombre era Fabián.

Alrededor de la plaza sólo había edificios viejos. El aire húmedo me obligó a envolverme en mi abrigo, mientras el resfriado me volvía con más fuerza que el día anterior. No me importaba que mi cuerpo ya no soportara una brisa que apenas mecía las copas de las retamas, o que los temblores por culpa del resfriado me causaran dolor y entumecimiento en rodillas y codos; que el cuerpo se desgarre a mi edad ya no es ningún crimen, mientras el alma aguante.

No quise revisar la hora en mi reloj. Para eso tendría que desenfundar la mano izquierda, resguardada en el bolsillo lateral del abrigo. Me conformé con ver la hora en el reloj de la plaza. Marcaba las dos con diez minutos. No puede ser tan tarde, pensé. Azorado, saqué la mano y vi la hora, tratando de mantener el pulso firme. Faltaban diez para las dos.

Pasó una mujer de la mano de su niño, apresurada, sin ponerme atención. Seguramente iba pensando en sus deudas o los desmanes de su marido. Una india anciana, tan pequeña como una niña, se acercó y extendió la mano pidiéndome dinero; la despaché con un movimiento de cabeza.

Perdí el oído a los cincuenta años. El viento, los pasos, las voces, las campanas, todos los sonidos del mundo ocurrían en mi imaginación. Como en una película muda, me encargaba de agregar los silbidos, rugidos, crujidos y retintines necesarios para no sentirme aislado. Después de años de práctica llegué a adquirir cierta pericia; podía hacer que el aleteo de las palomas sonara como el motor de un vocho.

Lentamente, como los huesos y la carne, mi imaginación decayó, por lo que ahora habitaba un mundo cada vez más gris y apagado. Miré el reloj de la plaza y traté de recordar el tic tac de las manecillas. Cuando marcara las dos con veinte minutos entonces sí tendría que voltear en dirección a la catedral, precisamente hacia la callejuela por donde salían en desbandada los chicos de secundaria.

Todos los días me sentaba en esa banca, a esa hora, para ver a Fabián. A veces venía solo y otras acompañado de sus amigos. Cuando pasaba corriendo, la desesperación era súbita, como un golpe, pues apenas lo miraba unos segundos y ya se había esfumado. No podía seguirlo con estas piernas débiles, huesudas, y estas rodillas oxidadas.

Comencé a sudar, el abrigo era demasiado incluso para una tarde húmeda, pero no tenía otra prenda. El viento me hubiera provocado un ataque de tos, así que traté de no desesperarme. De pronto asomó el sol: entre las nubes se abrió un pozo de luz que bañó la plaza y los edificios. Alcé la vista y creí ver dos papalotes.

Cuánto me hubiera gustado regalarle un papalote a Fabián. Estoy seguro de que en sus manos habría volado más alto que ninguno. Lo imaginé desnudo, en las colinas detrás de la iglesia, con la cuerda del papalote en la mano. En esas mismas colinas en las que desvirgué a mi primer jovencito cuando yo ya era hombre.

Saqué mi brazo derecho de la manga para dejarlo dentro del abrigo. Mientras hacía esto, recordé que en una ocasión vi a Fabián con el rostro golpeado, poco faltó para que me acercara a él. Sentí que la sangre de su nariz era la sangre mi venas. Otro día se sentó junto al kiosko y comenzó a llorar; imaginé el llanto ahogado entre sus brazos. Estuvo así un buen rato hasta que se percató de que lo estaba mirando y se echó a correr con los ojos húmedos todavía.

El minutero alcanzó el dos romano. Fabián apareció de pronto, como salido de mis recuerdos. Corrió hacia la plaza, precisamente en mi dirección. Cuánto deseaba, cada vez que lo veía, poder habitar la sinfonía del mundo; pero un viejo sordo como yo no estaba capacitado para semejante tarea, cada mañana me hallaba más alejado de la vida. Y por más que trataba aferrarme a ella, con mayor fuerza me repelía.

Cómo envidiaba su juventud y sus grandes zancadas, con las que devoraba la plaza en cuestión de segundos para irse a perder a la calle del mercado. Su cabello lacio, su piel morena, sus ojos negros, todo me recordaba a mi primer amante. Hasta llegué a pensar, muy al principio, que Fabián era su nieto. Pero no, mi muchachito era de otra estirpe; un potro moreno que apenas comenzaba su vida.

El viento arrastró un montón de hojas hacia la plaza. Para mí los días eran mudos y las noches sordas; sólo escuchaba mis pensamientos, con una voz que estoy seguro era la mía, pero que me resultaba tan extraña y chocante. Sobre todo cuando veía a Fabián; qué gritos daba, de pura emoción, al verlo correr por la plaza. En esos momentos de excitación tenía el timbre de una mujer madura.

¿Cómo es posible que fuera tan hermoso? Con qué envidia lo seguía con los ojos, recluido en mi abrigo como en una madriguera que temía abandonar, por vergüenza, porque mi cuerpo era todo lo opuesto al de Fabián. De mis codos colgaba un pellejo tan desagradable como el moco de los guajolotes.

Acaricié mi pene bajo el abrigo, traté de revivirlo cuando Fabián pasó frente a mí. El vértigo que me provocaba verlo mientras tocaba mi tripa flácida, tratando de levantarla, me agotó espiritualmente. Hubo momentos en los que deseé arrancarme el pene y tener un hueco en su lugar. Qué rabia me daba esa tripa caída, inservible. Y a pesar de eso lo frotaba como si quisiera sacarle chispas y crear un gran incendio.

El viento tremoló a mi alrededor; Fabián alzó el rostro y miró las nubes sin detenerse. Así como sus pasos eran mudos, yo era invisible para él. Ni siquiera se fijó en mí. Si me hubiera mirado mientras yo trataba de masturbarme me habría muerto de vergüenza.

De pronto se detuvo a unos metros, justo cuando comenzó a llover. Giró el cuerpo, se acercó y me hizo una pregunta. Sentí que me golpeaba un rayo. No supe qué decirle, me paralizó su cercanía, su compasión. Mi pene se encogió de nuevo como un gusano que de pronto se descubre en peligro. Me sentí humillado sólo de ver los ojos de Fabián tan cerca.

Usé un tono arrogante y despectivo, pues mi sordera me impedía modular mi voz, pero sobre todo mi desprecio y mi vergüenza avivaron mi amargura. Le dije que se largara. Se dio la vuelta y desapareció.

La plaza se cubrió de puntitos oscuros que pronto formaron manchas y charcos. Me hubiera gustado encogerme dentro de mi abrigo y quedarme ahí por siempre, como un caracol. Hasta que un día alguien abriera mi caparazón y lo encontrara vacío.

Busqué a mi derecha: no estaba mi paraguas. ¿Había sido robado o lo olvidé en casa? Me sentí inútil. Me levanté y caminé tan rápido como pude bajo el aguacero.

Llegué a la esquina del mercado, la calle estaba desierta. Mi abrigo pesaba una tonelada. Me desprendí de él. Traté de evocar el rugido de la lluvia, pero no pude. Estaba demasiado descompuesto. Recordé el rostro de Fabián, la humillación de saber que me había mirado, y dejé que mi vergüenza se confundiera con las calles encharcadas. Hasta que por fin el cansancio pudo más que mi alma y me dejé caer bajo un árbol, sin fuerzas para volver a casa.

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